¿En qué piensas?
Los dos mirábamos el techo en silencio. Fumábamos. Yo repasaba las grietas dibujadas irregularmente, empezaba en el extremo de una, la seguía con la mirada hasta el extremo final. Si la grieta escogida tenía diversas ramificaciones volvía a empezar por la misma punta pero llegaba al final siguiendo otro camino. «La casa tiene sistema nervioso» pensé. Ella, en cambio, pensaba en nuestra relación y lo que acababa de ocurrir. Lo supe cuando preguntó:
—¿En qué piensas?
—En nosotros, —le mentí. Y contraataqué—: ¿Y tú?
—En nada, —me mintió.
Si le hubiera respondido «en nada» o incluso la verdad, que lo que acababa de ocurrir me importaba menos que las grietas del techo y que por culpa de ellas debería pintar las paredes en un futuro cercano, me hubiera avasallado con dudas sobre otro futuro, el suyo junto a mi lado. No me interesaba. Y a ella, no llevar la iniciativa y no poder quejarse, tampoco. Cambió de estrategia y me preguntó:
—¿Qué edad tienes?
—Veintiocho pero aparento cuarenta, he vivido la vida muy intensamente… sí. —Estuve muy cerca de soltar una enorme carcajada por sorprenderme a mi mismo con esa respuesta sin pensar. Ataqué de nuevo—: ¿Y tú?
—Veintitrés, o ¿qué edad crees que tienen las becarias?
No se molestó porque pretendí hacer ver que no sabía la edad media de las becarias, se molestó porque hasta aquel momento no me había preocupado su edad. Tampoco me importaba.
No sé si se tragó lo de mi edad mal llevada. A decir verdad, es lo único que no sé a ciencia cierta si se lo «tragó». Todo lo demás, sí. Se levantó, apagó el cigarrillo en el cenicero de mi lado de la cama, pasando su cuerpo desnudo por encima del mío, se levantó y vistiéndose salió de casa dando un portazo.
—Cierra con suavidad, joder!
Agosto, 2009