Es solo sexo (Parte II)

Es solo sexo

¿Piensas cobrarme por los polvos?

Los dos mirábamos el techo en silencio. Fumábamos. Yo miraba las puntas de mis pies, allí donde tengo diez dedos. También observaba de reojo sus diez. «Tenemos en común diez cosas, lo nuestro puede funcionar» pensé. «Además —me añadí— tú llevas las uñas pintadas y eso quiere decir que pese a ser algo en común, lo ves desde otro punto de vista».
Expulsé la última bocanada de humo y apagué el cigarro en el cenicero que tenía apoyado en mi pecho desnudo. Suspiré. «Pero, sobre nuestra relación, piensas más tú que yo» finalicé así mis pensamientos.

—¿En qué piensas? —Dijo.
—En que un día de estos no acertaré en apagar el cigarro en el cenicero y me quemaré un pezón.
—Ah.
Apagó su cigarrillo acertando perfectamente en el centro del cenicero y lo aparté de mi cuerpo dejándolo en la mesita que tenía a mi lado. Volvió el silencio. Me di media vuelta con la intención de dormir, se había hecho muy tarde y en unas horas amanecería. «¿Servirán realmente los dedos de los pies para mantener el equilibrio?» me asaltó la duda. Ella salió de la cama, se puso en pie y dijo:
—No me gusta dormir desnuda…
—Mmmm… —murmuré.
—¿Te importa que duerma con camisón?
—Cómo!!! —Dije alzando la voz y sentándome en la cama—. ¿Pero qué coño te pasa?
Ella abrió los ojos como platos, sin decir nada. Si no fuera porque era consciente de que se había asustado por mi reacción habría cogido el teléfono rápidamente requiriendo la presencia de una ambulancia. Su expresión era extraña… la comisura de su labio se había caído como si acabara de tener un derrame cerebral.
—¿Piensas cobrarme por los polvos —proseguí perplejo, sin dar crédito. Y comisión, tampoco— y que añada una propina porque, tú, duermas conmigo?
Su boca, pese a estar torcida, seguía sellada. Sin emitir ni el más leve sonido, como si en la habitación se hubiera producido el vacío cósmico, arrugó toda su ropa con movimientos bruscos y poniéndola bajo el brazo salió de la habitación con paso firme y enérgico. Se alejó hasta la puerta de entrada de la casa, «los dedos de sus pies desnudos y de uñas pintadas —pensé— van de camino a la calle» y abriendo la puerta, gritó:
—¡Sordo de mierda!

En aquel instante fui yo el que atónitamente abrió los ojos como platos y me pregunté incrédulo «¿gordo de mierda, por un poco de barriga cervecera?».
—¡Coño con la becaria exigente! —Grité.
Oí como se vestía rápidamente, imaginé como su ropa rozaba su piel y salió de casa dando un portazo.
—¡Cierra con suavidad, joder!

Septiembre, 2009


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