Es solo sexo (Parte XII)

Es solo sexo

Ampollas

Los dos mirábamos al techo. Fumábamos. Ella expulsaba el humo lentamente. Fumaba como si se llenara la boca de humo, lo masticara durante un buen rato y luego, en vez de expulsarlo, lo dejara libre… «con glamour» pensé. Yo, daba profundas caladas, aguantaba unos segundos todo el humo en mis pulmones y lo lanzaba ruidosamente esforzándome hasta el último instante para vaciarme completamente. «¿Cuántos centímetros cúbicos, en cada calada, se meten en mis pulmones? —Me pregunté—. ¿Se medirá en centímetros cúbicos? ¿Cuántos… lo que sea… se quedarán ahí dentro?» Pensé que todas estas preguntas quedarían resueltas de una vez por todas dejando de fumar.
—¿Sabes hacer ceros con el humo? —Preguntó inesperadamente.
—No, pero sé decir «oh» cuando lo expulso… verás.
—No hace falta, te creo.
—Bien.
¿Ceros? ¿Estaba pensando en cómo hacer ceros al expulsar el humo? Algo le preocupaba, seguro. Como tantas otras veces, no querría sacar el tema, se andaba con rodeos y lanzó esa banalidad para despistarme. Creía que le debía mostrar un cierto interés y decidí en no dar la conversación por finalizada:
—Hay que poner la boca formando un círculo y con la lengua…
—Ves, eso aún lo haces relativamente bien —me cortó—. Y los ceros follando, también.
Al escucharla, tan directa, abrí los ojos como si por sorpresa acabaran de meterme un pepino transgénico por el culo. Escupí el humo de la última calada e intenté apagar el cigarro en el cenicero que teníamos entre nuestros cuerpos desnudos. No acerté en el cuenco de cerámica y aplasté la colilla directamente en las sábanas.
—¡Joder! —Grité incorporándome rápidamente mientras palmeaba la ceniza incandescente que iba agujereando las sábanas—. ¡Aparta! —Le ordené para que no se quemara.
Ella se incorporó de un salto y se quedó de pie al borde de la cama. Yo daba brincos, ayudado por la elasticidad del látex del colchón, desnudo y a cuatro patas, golpeando con la mano aquel amasijo de ropa intentando que la redonda de fuego no se hiciera más grande. En uno de los golpes, un trocito de sábana al rojo, se pegó en mi mano derecha y, soltando un alarido de dolor, intenté despegarla ayudado con la otra. Mientras estaba en una postura tan vergonzosa como desnudo, de rodillas y dando palmas, ella cogió el vaso de agua que estaba en la mesita de su lado de la cama y lo vació en el centro del aro quemado.
Fraciaz —dije con la parte de la mano que me había quemado metida en la boca para apaciguar el dolor.
—Ha sido solo un jarro de agua fría —apuntilló— como tu último polvo.
Ladeé la cabeza hasta mirarla de frente, sin sacarme la mano de la boca, y balbuceé:
—¿Uztimo?
—Sí, último —afirmó mientras empezaba a recoger su ropa del suelo— te dejo y vuelvo con mi novio, definitivamente.
—No fueze zer.
Otra vez su novio volvía a relucir tras un polvo… desastroso, francamente. ¡Aaah, si supiera ese novio volátil, que va y viene como por arte de magia, que había hecho más tríos de los que nunca podría llegar a imaginarse! Quise valorar cuánta razón llevaba en su apreciación en el resultado de nuestro «último» polvo y quise convencerme de que llevaba varios días durmiendo muy mal, no había forma de cerrar los ojos y no abrirlos hasta la mañana siguiente sin haberme despertado entre tres y cuatro veces cada noche. Recordé que durante el día, mis movimientos era lentos, cansinos y perezosos. Después de comer, mis párpados se empeñaban en cerrarse y hacerme entrar en una siesta imposible encima de la mesa de la oficina.
Saqué la mano de dentro de la boca, la inspeccioné y vi que empezaba a salirme una ampolla en la palma. Aquello tenía pinta de llegar a ser muy grande.
—Ya sé que no es excusa —dije en voz alta— pero…
—No me cuentes tu estrés.
—Es que…
Dándose media vuelta, con la ropa bajo el brazo, entró en el baño dejándome definitivamente con mis excusas a medio decir. Apoyé la mano izquierda en la cama y dando un ágil giro en el aire, acabé tumbado de espaldas en la cama, en el centro.
—Para no tener ni puta idea de «capoeira» no ha estado mal —me dije.
Observé con detenimiento la ampolla, su crecimiento a marchas forzadas. Noté como me dolía, como me escocía. Me dije que no era el momento de andarse con lloriqueos y que debía estar por otra labor. Con la habitación en silencio, logré escuchar e imaginar lo que ocurría en el baño. Se vestía, no me cabía ninguna duda. Pensé que poseía un tiempo precioso para reaccionar y evitar una catástrofe… y una nueva huída con portazo final.
—Debes levantarte, joder —susurré mientras me miraba la entrepierna.
Había oído miles de veces lo patético que es que un tío hable con su polla. Incluso sabía de machos alfa que bautizaban el apéndice y se sentían orgullosos de llamarle Manolito, por ejemplo.
—Es causa de fuerza mayor —me dije— o una fuerza de causa mayor… o lo que sea… pero hazte mayor, por lo que más quieras… —suspiré, puse los ojos en blanco y finalicé—: Manolito.
Aquello era un desastre. Tenía el miembro asustado. Asustado no, aterrado. Me pareció que se había convertido en un gusano de esos negros, con centenares de anillos, que al sentirse amenazados, se enroscan en sí mismos para protegerse. Incluso, parecía la cabeza de una tortuga que luchaba por meterse en su caparazón y que por alguna extraña razón, algo se lo impedía. Se me ocurrió que estaba tan arrugado como el muñeco dentro de la caja, que gracias al muelle que lleva por dentro, sale disparado en cuanto abres la tapa.
—Tengo que abrir la tapa —me animé—. ¡Ábrete, hostias!
Pero nada, ni caso. ¿Sería en realidad un topo? ¿Ciego y sordo? Por un momento dudé de si los topos, además de ciegos, son sordos.
—Me da igual —volví a sorprenderme hablando en voz alta—. Este lo es, sordo como una puta tapia.
Cerré los ojos y dibujé a Winona Ryder entrando a gatas bajo mis sábanas, completamente desnuda, agarrándome la polla como si quisiera arrancarla para robarla y llevársela a su casa. «¡Joder —me recriminé— no es momento para tonterías!» Intenté serenarme, no echarme a reír y retomé el punto en que la Ryder intentaba endurecerme el miembro con un leve y sensual masaje. Noté como reaccionaba al estímulo y como un cosquilleo me subía desde el centro de mi entrepierna, cruzando el estómago, esternón arriba para acabar saliéndome por la garganta, haciéndome salivar. Entreabrí los ojos y…
—¡Coño!
—Ssst… —Me susurró.
Y me solté, callé y cerré los ojos de nuevo. Aparté a Winona, desvaneciéndola en el aire de mi imaginación y me centré en la realidad. Había salido del baño y se había deslizado por encima de la cama hasta llegar a mi. Se había vestido, sí, pero estaba claro que acabaría arrancándole de nuevo la ropa. Posiblemente no estaría totalmente desnuda que ya estaríamos de nuevo follando como jirafas en celo. Sí, pensé en jirafas, no sé muy bien por qué. Supongo que asocié el largo cuello con… justo eso, sobran los detalles. Si no se torcía de nuevo, subsanaría el primer mal polvo y a lo mejor, volvería igualmente con su novio, pero con otro tipo de recuerdo.
Excitado, entrecortándose mi respiración, creí que si hubiera sido un caballo, me hubiera puesto a piafar. Era otra absoluta tontería pensar en un caballo pero siempre me ha gustado que lo que hacen los caballos, a parte de relinchar, sea llamado «piafar». Son esos nombres de sonidos y onomatopeyas que coleccionaría en una libreta de tapa dura.
Fue entonces, cuando noté que se introducía mi polla hasta la garganta: una vez, dos veces, tres veces… y luego, nada más. No noté nada más. Reabrí los ojos, esperando verla sacándose la camiseta por encima de la cabeza pero allí no había nadie. Miré hacia la puerta del dormitorio y solo alcancé a ver un tobillo a ras del suelo que desaparecía tras el marco.
—¿Qué ha ocurrido? —Pregunté incrédulo alzando la voz.
No obtuve respuesta instantáneamente. Sin embargo, la oí acercarse a la puerta de entrada de mi casa y desde allí, al tiempo que recogía el resto de sus cosas, me dijo… bastante serenamente, por cierto:
—No te quejes que aún te queda una mano sana para hacerte una paja.
Escuché como se abría la puerta y un segundo más tarde se cerraba con un portazo.
—No des un… bah, es un buen final.

Me incorporé hasta quedarme medio sentado, utilizando como respaldo la almohada contra la pared. Me miré el miembro. Resoplé. Me miré la mano lisiada. Resoplé. Me miré la mano izquierda. Piafé.
—¡No sé hacerme pajas con la izquierda, joder!

Marzo, 2012


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